Hace unos años, asistí a una fiesta donde apenas conocía a nadie. Me sentía fuera de lugar, incómodo, como si estuviera en un escenario donde todos parecían tener un papel asignado, menos yo. Observé a mi alrededor y noté cómo algunos se esforzaban por destacar: risas estridentes, anécdotas grandilocuentes, atuendos llamativos. Sin embargo, al final de la noche, las personas que realmente dejaron huella en mí no fueron las que intentaron brillar con luz propia, sino aquellas que, con pequeños gestos, iluminaron a los demás.
Nos han enseñado a brillar. A competir. A destacar.
Desde pequeños, nos inculcan la idea de que el éxito se mide en función de cuánto resaltamos en comparación con los demás. Ser el primero de la clase, el más rápido, el más fuerte, el más inteligente. En el ámbito profesional, esto se traduce en una carrera constante por ser el más reconocido, el que más logros acumula, el que tiene el currículum más impresionante. Pero, ¿es realmente eso lo que nos hace conectar con los demás? ¿Es ese brillo individual lo que deja una marca perdurable en las personas que nos rodean?
La ciencia lo respalda: las emociones son el motor de nuestras decisiones.
Un estudio publicado en la Harvard Business Review destaca que la inteligencia emocional comprende doce elementos esenciales, incluyendo la empatía, la autoconciencia y la gestión de relaciones. Estos componentes son fundamentales para comprender cómo las emociones influyen en nuestras decisiones y comportamientos.
En el contexto de las relaciones humanas, esto se traduce en que las personas pueden olvidar lo que dijimos o hicimos, pero nunca olvidarán cómo las hicimos sentir. La alegría, la gratitud y la atención sincera generan vínculos más profundos y duraderos que cualquier intento de impresionar con logros o habilidades.
(Harvard Business Review, 2017).
Ser faro, no espejo.
Cuando asistimos a un evento, una reunión o incluso en nuestras interacciones diarias, solemos preguntarnos: «¿Cómo puedo destacar?». Sin embargo, quizás deberíamos replantearnos la pregunta y pensar: «¿Cómo puedo aportar? ¿Cómo puedo iluminar a los demás?». Se trata de cambiar el enfoque de uno mismo hacia el otro, de ser un faro que guía e ilumina, en lugar de un espejo que solo refleja su propia luz.
Esto implica acciones sencillas pero significativas: prestar atención genuina a quien nos habla, ofrecer ayuda desinteresada, reconocer y agradecer las contribuciones de los demás, ser el primero en romper el hielo en situaciones incómodas. Estos gestos no solo benefician a quienes nos rodean, sino que también nos enriquecen a nosotros mismos, creando un ambiente de confianza y colaboración.
La inteligencia emocional como clave en las interacciones humanas.
La inteligencia emocional, definida como la capacidad de reconocer, comprender y gestionar nuestras propias emociones y las de los demás, juega un papel fundamental en nuestras relaciones interpersonales. Según Daniel Goleman, experto en el tema, la inteligencia emocional se compone de cinco elementos: autoconciencia, autorregulación, motivación, empatía y habilidades sociales. (Goleman, citado en Harvard Business Review).
Desarrollar estas habilidades nos permite conectar de manera más auténtica con las personas, entender sus necesidades y responder de forma adecuada. En lugar de centrarnos en cómo podemos sobresalir, nos enfocamos en cómo podemos contribuir al bienestar común, creando relaciones más sólidas y significativas.
Aplicando el networking con corazón en nuestras interacciones.
El networking, entendido como la creación y mantenimiento de una red de contactos profesionales, es esencial en el mundo laboral actual. Sin embargo, cuando se aborda desde una perspectiva puramente transaccional, puede carecer de autenticidad. La clave radica en construir relaciones basadas en la confianza y el beneficio mutuo, donde el interés genuino por el bienestar del otro prevalezca sobre la búsqueda de ventajas personales.
Practicar un networking con corazón implica escuchar activamente, mostrar empatía y ofrecer ayuda sin esperar nada a cambio. Al hacerlo, no solo ampliamos nuestra red de contactos, sino que también fomentamos conexiones más profundas y duraderas.
Quizás la clave no sea destacar, sino cuidar.
Cuidar de los detalles que pasan desapercibidos, de las necesidades no expresadas, de las emociones no verbalizadas. Cuidar del que está en silencio en una conversación grupal, del que parece incómodo en una reunión, del que necesita una mano amiga sin pedirla. Estos actos de cuidado y atención son los que realmente nos hacen inolvidables.
Si alguna vez te has sentido atrapado en la necesidad de brillar, de ser el centro de atención, te invito a que pruebes a cambiar el enfoque. En lugar de preguntarte cómo puedes destacar, pregúntate a quién puedes iluminar hoy. Tal vez descubras que, al hacerlo, tu luz se vuelve más brillante y cálida, no solo para los demás, sino también para ti mismo.
Si todo esto te ha resonado, si alguna vez sentiste que el brillo no bastaba, quiero invitarte a ver el vídeo que dio origen a estas palabras.
Quizás no se trata de ser inolvidable.
Quizás se trata de ser imposible de no sentir.